Corrían los años 70 en la bucólica sierra norte del Perú. Vivía en un pueblo de doce calles por lado, en una calle con el nombre de un pintor de renombre que emigró joven para crear la escuela indigenista. Nunca me importó mucho la vida del prohombre que numeraba mi casa, o me importó mucho menos que el hecho de vivir a tiro de piedra del colegio donde estudié la secundaria. Esa cercanía me daba el privilegio de levantarme lo más tarde que el reloj me permitía y vaya que le sacaba el jugo al asunto. Todo ello era diferente la mañana del 1 de mayo.
Esa mañana salía una buena porción del pueblo a florecer, una costumbre más antigua que la memoria de quienes la practicaban por generaciones y que nos llevaba a salir de casa en la madrugada oscura, mucho antes que los gallos soñaran con abrir el pico, e iniciar una caminata a algún lugar alejado del damero de 144 esquinas que ocupaba nuestra pequeña urbe, a algún lugar en donde la naturaleza aún reinaba, y poder ahí recibir al sol empapados de rocío matutino, shullay le llamaban. La tradición decía que debíamos recoger flores silvestres al romper el día para obtener energía y salud. Madrugábamos y recorríamos distancias de una o dos horas a paso apurado para cumplir con una tradición de renovación anual de energía y, por qué no, pasar un buen día feriado almorzando en el campo. Nunca nadie mencionó el hecho que el día era feriado gracias a que seis individuos, europeos exiliados en su mayoría, fueron ejecutados públicamente en la ciudad norteamericana de Chicago por reclamar activamente por el cumplimiento de la jornada de las 8 horas de trabajo allá por el siglo XIX.
De regreso a nuestros días, vivo en una mega ciudad que acumula voraz el 30% de la población del país y se cobija bajo el hongo de humedad y contaminación que la respiración de diez millones de gentes al unísono ha creado al costado de los andes occidentales donde nunca llueve. Por esas condiciones de desierto sobre explotado, la productividad de la ciudad de Lima es crucial para la sobreviviencia del modus vivendi del Perú. De allí que las leyes de trabajo sean tan flexibles y las instituciones gubernamentales tan permisivas. Las primeras contravienen a la propia constitución peruana que las justifica como entes jurídicos y las segundas se parapetan inactivas en sus oficinas archi pobladas de burócratas que ni la propia constitución peruana reconoce como entes provechosos.
Vivo en un país que ha venido creciendo económicamente imparable por décadas, pero cuyos ciudadanos deben aún firmar contratos privados de locación de servicios para poder acceder a un puesto de trabajo sin derecho laboral alguno, con hora de entrada fija y hora de salida incierta. Vivo en un país que ha creado un boom turístico y gastronómico sui generis, pero cuyos trabajadores deben aún aceptar tres trabajos a tiempo parcial que no les permite tener vacaciones anuales. Vivo en una ciudad donde a nadie le importa saber quién se inmoló por una jornada de trabajo de ocho horas que no existe en sus vidas, como tampoco existe el rocío matinal y las flores silvestres de la madrugada del 1 de mayo.
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