— El director quiere hablar con usted el viernes a las cuatro ¿puede venir?
La voz al otro lado del teléfono se me antojó la de una mujer detrás de un pequeño escritorio atiborrado de papeles, sellos, y una flor al lado de la foto de su hijo. Respondí que no por automatismo instintivo, quizás porque hasta hoy no me acostumbro a que cualquier mortal pueda interrumpir lo que yo esté haciendo (rascarme la panza, por ejemplo) para imponerme sus urgencias u obligaciones. Pero terminé aceptando la cita, pues (uno) el día y la hora me caían de perillas y (dos) el asunto pintaba como una entrevista de trabajo algo tardía, pues el director representado por la voz femenina en mi teléfono dirigía el colegio donde venía yo dictando algunas clases de preparación para exámenes internacionales de factura inglesa. Y fui.
Me vio cuando llegué cinco minutos antes de la hora pactada, pero me hizo tragar el consabido tiempo de espera que cualquier director de escuela que se respete debe hacer acatar. Considerando el tamaño de la escuela, los diez minutos de espera innecesaria fueron proporcionales a sus casi 350 alumnos reunidos en lo que alguna vez fue la cómoda residencia diplomática del representante de algún país de frontera múltiple en Asia. Transcurrido el tiempo de antecámara, que utilicé para familiarizarme con el recinto de vetustas paredes cubiertas de diplomas, logré ingresar a lo que alguna vez pudo haber sido la sala de recibo o estudio de la casa, con chimenea en desuso incluida. Reconocí al personaje con pinta de párroco de provincia, con su curva ventral de reglamento, que ya había visto deambulando con ojo avizor por el pequeño patio multi-propósito del colegio.
La conversación pintó agradable al principio gracias a que mi interlocutor no mostró mucha convicción al tratar de insuflarle el cariz de entrevista de trabajo. Estaba claro que ninguno de los dos estaba muy interesado en tornar el diálogo en una formalidad institucional. Él por su visible aburrimiento de enésima entrevista repetida y yo por mi casi nulo interés por hacerme cargo de grupos de escolares a quienes les importa un bledo el constructivismo o la mayéutica. Así, aunque nuestra conversación debió transcurrir alrededor de las preguntas recomendadas por los gurús de los recursos humanos, nos dimos maña para desarrollar temas de viajes, turismo al volante, y profesiones alejadas de la docencia. Hasta que mi enterado interlocutor tuvo que hacer su monólogo descriptivo de la enseñanza escolar, su condición de director de escuela lo exigía.
— Ser profesor de colegio es una forma de vida— me espetó en plena cara, sin transición previa.
— Al ser profesor de colegio te conviertes en parte de la familia de los alumnos que ves pasar desde que son pequeños hasta que terminan la secundaria— agregó y aspiró todo el aire que su profundidad filosófica le permitía.
Apoyé el mentón en la palma de la mano izquierda, tomé nota mentalmente que había olvidado afeitarme para la ocasión, y me apresté a escuchar con genuino interés creado por el tono confesional que el asunto había tomado. Habló largamente acerca de la poca utilidad que los conocimientos instruidos en aula tienen para la vida adulta de los alumnos y de la perentoria responsabilidad social de las escuelas para fijar valores -esgrimió el verbo inculcar dos veces y salpicó un pequeño charco de ejemplos ilustrativos.
Describió un futuro donde los profesores no hacen dinero suficiente para un retiro decente ni donde tampoco tienen más recompensas que ver egresar año tras año a un grupo de adolescentes enfrascados en sí mismos. Grupo tras grupo de egresados, el mismo año multiplicado por ene veces. No pude colegir, discúlpenme la estrechez, si el aporte de la escuela va más allá de atestiguar el crecimiento natural de los seres vivos egresados de sus aulas, ya que la inutilidad de los conocimientos había ya quedado zanjada en la alocución previa.
Mi aporte al coloquio monologal fue enfilar contra el paupérrimo nivel académico de un estudiante universitario promedio que puebla las universidades privadas peruanas hoy en día. Sin poder contener el vómito confesional, tuve el desparpajo de afirmar que dichas universidades habían ido bajando sus exigencias académicas hasta convertirse en una extensión de los colegios donde la instrucción de conocimientos, estaba bastante claro, no sirve para la vida adulta de los párvulos. Después de regurgitar aquellas ideas iniciales, dejé de rumiar mis ideas pues intuí que tocaba un punto sensible en la filosofía de vida del director sentado frente a mí, quizás de todos los directores del país. Filosofía que, seguí intuyendo, lo motivaba en su lucha desigual contra la incomprensión de los padres mayoritariamente sobreprotectores, de los alumnos insolentemente sobreprotegidos, y de los burócratas ministeriales que justifican sus escritorios plagiando planes educativos de otros países.
Hasta hoy abrigo la esperanza de haberme callado a tiempo para no debilitar con cuatro tetudas frases la cápsula de justificación que cubre la frustración inherente al profesor escolar de estos tiempos. Callé para no hacerle notar su condición de hoja al viento soplado por el facilismo y pragmatismo ignorante que marcan esta época. Confío haberme callado a tiempo porque, después de todo, me había caído en gracia el director con pinta de algún cura de mi pueblo natal, que, además compartía mi afición por las largas rutas de bosques, de montañas nevadas y de tradiciones perdidas.