Fin de año y el orbe en que a cada uno le ha tocado habitar está absolutamente atareado. Todos tenemos algo que hacer en estas fiestas de cada 365 veinticuatro horas, y es que hay que conmemorarlas con más o menos sal en las lágrimas emocionándonos juntos por el número uno del primer mes de la docena de turno. Consiguiendo el hoyo de transpiración donde bailar gritando la cuenta regresiva que sólo entonamos una al año como si nuestra vida no tuviera ya el cero marcado. Comprando faldas que ellas no usarán ni en casa por si un espejo las pille distraídas, o corbatas que terminarán en la bolsa que va a la iglesia con la esperanza que los más pobres que uno tengan peor gusto. Llamando a los que figuran en la nómina de contactos de nuestros celulares, escribiendo a los que aparecen en la bandeja de nombres de nuestros correos virtuales, y visitando a los que comparten algún eslabón de nuestras cadenas de ADN. Metiéndonos al tráfico repleto de gente que está buscando, corriendo y compartiendo exactamente igual que tú.
Fin de año y los periódicos siguen publicando aunque ni los niños ni los borrachos sientan curiosidad por lo que dicen, los televisores esparcen llanto ajeno sobre los muebles cubriendo las manchas de nuestras propias penas, las redes sociales revelan ajados amigos sin que caigamos en la cuenta de nuestros propios párpados caídos. Fin de año y nuestras promesas vuelven a exclamarse con los mismos tragos abrigándonos las tripas un cachito más flojas que la última vez que anunciamos que ejercitaríamos esos músculos que ya olvidamos usar, que viajaríamos a donde esos paisajes siempre han sido más verdes, que terminaríamos ese libro de escenas casi olvidadas, que aprenderíamos a guitarrear esas canciones que la tristeza no nos deja cantar. Fin de año y, la verdad, sigo absolutamente atareado por la rutina de enero bañado del súmmum de los afanes para ti, y para mí.