Dios y mi bolsillo sabían que no debía haberme movido más allá de cuatro metros de mi casa, pero igual recibí al año 14 de este siglo en aires diferentes a la húmeda Lima. Fui recién consciente de mi atrevimiento, gracias a la hospitalidad de mis paisanos, cuando ya bajaba de las punas de Huamachuco y Otuzco, del techo del mundo en el norte del Perú. Arriba de los cuatro mil metros sobre el mar las cosas se ven definitivamente diferentes. El agua forma fríos charcos que se precipitan a gotas o se filtran para salir cristalinos dos mil metros más abajo con la identidad de masa de un río sediento de sal marina. Las alpacas, abrigadas por una de las fibras más apreciadas en el comercio internacional, se alimentan del ichu, una de las pocas plantas que puede resistir el inhóspito clima, tan recia que sigue techando las chozas de piedra que cobijan a los pocos humanos que se atreven a nacer en esos páramos que parten sus caras. Las envolturas de las galletas que llevo para templar al estómago se hinchan como globos de fiesta, tanto como se hincha mi cabeza embotando mi recuerdo del tráfago citadino que me espera impertérrito a la orilla del pacífico sur. La ausencia del rutinario peso de la atmósfera me empuja hacia adentro de mi mismo y me susurra lo que realmente cuenta en mi vida de humano individual, tan leve como la gota rodando lenta hacia a un río, como el retoño de ichu creciendo hacia la panza de una alpaca, como el aire cargando oxígeno libre de progreso hacia mis manchados pulmones.
El camino serpentea y los abismos me gritan, dentro de mi más profundo silencio, la real levedad nuestra, nuestra dependencia de un giro de timón del piloto que nos transporta por esos lares encaramados a los cerros que se tiñen más y más del gris que pinta nuestras rutinas urbanas. El camino se torna casi recto e invadido de los cañaverales domésticos inacabables del Laredo de mis ancestros orientales, de la dulzura cobijada en el calor de un valle costeño formado por las gotas de las ahora lejanísimas punas del Departamento de La Libertad. Más lejos aún del Cajabamba que dejo detrás de la puna, en el lado verde de la cordillera andina. Visité la comarca de mis recuerdos más amigables, encaminada otra vez a la búsqueda de la felicidad ahora que la minería de pico y pala -de fiebre de oro, de esclavitud sexual, de cianuro fulminante- se aleja definitivamente pues la entraña de mi tierra no alimenta más a la ambición del enriquecimiento fácil. Mi pueblo retoma el camino que nunca debió ser interrumpido por el progreso metálico, vuelve a regar los líquenes de sus tejados con lluvias de agua pura, forma otra vez ríos a partir de la levedad de sus gotas más humanas. Al menos éso es lo que vi, o deseé, en esta aventura de enero.