¿Alguna vez fuiste infiel? ¿le fuiste infiel a la persona con quien formaste una pareja o familia? Si estás rumiando culpa por una respuesta afirmativa a la pregunta, es porque sabes que fue un acto humano en esencia reprobable o, por lo menos, fue una trampa a tu vida. Y sabes que el truco de tratar de indulgar la culpa al vértice ignorante del triángulo amoroso no hace que te sientas mejor, como tampoco funciona tratar de enterrar lo tramposo en el subconsciente, tu subconsciente, porque siempre saltará un angelito concienzudo a tu hombro a decirte con cara de querubín sarcástico: ¿por qué? ¿se lo contarás? Y mientras sigas compartiendo tu vida con tu pareja, sabes que tu angelito no dejará de preguntar, que tu conflicto no cesará, que tus camuflados valores no serán reemplazados con trucos. Y es que ese infiernillo que sientes, infiel lector o lectora, es producto de tu natural búsqueda de consistencia interna, tan inherente al ser humano que el psicólogo León Festinger le puso nombre a mediados del siglo pasado: Disonancia Cognitiva.
Los psicólogos nos dicen que, para evitar la compra de productos
inferiores ofrecidos por vendedores honestos, debemos aumentar la
disonancia cognitiva del vendedor para forzarlo a intentar los mismos
trucos del infiel: indulgarnos el producto con mentiras aunque nos cause
pérdidas o evitar hablar de los defectos del producto. A más presión
sobre el conflicto, más torpeza y simpleza descontextualizada mostrará
el vendedor en las respuestas. Y vaya que los formadores de opinión
pública de mi país y el mundo hacen éso para vender sus cebos de culebra
politizados.
Al ser creación humana, un país también busca consistencia interna en su cerebro colectivo y vive el conflicto del rechazo a la disonancia cognitiva causada por la unísona presencia de otras creaciones muy nuestras: libertad e igualdad. Esa incómoda disonancia patria la tratamos de desaparecer muchas veces luchando por la preeminencia de nuestra libertad o de nuestra igualdad, convirtiéndonos personal y voluntariamente en vociferantes ciudadanos libertarios (¿liberales?) o igualitarios (¿progresistas?). Unos se autoengañan resaltando los inmensos beneficios de la libertad de hacer, o dejar hacer, a conveniencia personal aunque nuestros libertarios actos les reviente la billetera a los que sobran. Otros se autoseducen realzando las bondades de la igualdad ante la ley y los dioses pese a que la estandarización de la conveniencia estatal no siempre sea lo mejor. El único resultado visible de esta práctica es una dicotomía irreconciliable libertad vs igualdad en donde todo vale para ganar la discusión a favor de la tribu que escogemos, libertaria o igualitaria, enfrascándonos en el eterno diálogo de sordos en que se ha convertido la política local e internacional. Toda una disonancia tribal que busca, y muchas veces logra, crear controversia política en temas donde no la hay, temas como la crisis ecológica, la igualdad de género, el aborto, y el matrimonio civil igualitario, entre otros. Al hacerlo, no nos deja ver los enfoques basados en antropología, historia crítica, ética, cultura, ecología, desarrollo humano y un largo etcétera de disciplinas ajenas a la politiquería en boga.
¿Hay otra manera de salir del embrollo? Claro que sí, no infalible pero mejor: cambiar nuestra conducta para llegar a un estado lo más objetivo posible que nos permita separar la paja del trigo para poder ver que la infección política de derechas e izquierdas existe solo en mentes embadurnadas de pasta dogmática, que la alternativa libertario-igualitario no es ying o yang, que el extenso gris entre los extremos blanco y negro nos libera e iguala en la búsqueda de nuestros beneficios y derechos, que ver la realidad sin filtros ni caretas nos abre el camino a la búsqueda de nuestra felicidad.
Al ser creación humana, un país también busca consistencia interna en su cerebro colectivo y vive el conflicto del rechazo a la disonancia cognitiva causada por la unísona presencia de otras creaciones muy nuestras: libertad e igualdad. Esa incómoda disonancia patria la tratamos de desaparecer muchas veces luchando por la preeminencia de nuestra libertad o de nuestra igualdad, convirtiéndonos personal y voluntariamente en vociferantes ciudadanos libertarios (¿liberales?) o igualitarios (¿progresistas?). Unos se autoengañan resaltando los inmensos beneficios de la libertad de hacer, o dejar hacer, a conveniencia personal aunque nuestros libertarios actos les reviente la billetera a los que sobran. Otros se autoseducen realzando las bondades de la igualdad ante la ley y los dioses pese a que la estandarización de la conveniencia estatal no siempre sea lo mejor. El único resultado visible de esta práctica es una dicotomía irreconciliable libertad vs igualdad en donde todo vale para ganar la discusión a favor de la tribu que escogemos, libertaria o igualitaria, enfrascándonos en el eterno diálogo de sordos en que se ha convertido la política local e internacional. Toda una disonancia tribal que busca, y muchas veces logra, crear controversia política en temas donde no la hay, temas como la crisis ecológica, la igualdad de género, el aborto, y el matrimonio civil igualitario, entre otros. Al hacerlo, no nos deja ver los enfoques basados en antropología, historia crítica, ética, cultura, ecología, desarrollo humano y un largo etcétera de disciplinas ajenas a la politiquería en boga.
¿Hay otra manera de salir del embrollo? Claro que sí, no infalible pero mejor: cambiar nuestra conducta para llegar a un estado lo más objetivo posible que nos permita separar la paja del trigo para poder ver que la infección política de derechas e izquierdas existe solo en mentes embadurnadas de pasta dogmática, que la alternativa libertario-igualitario no es ying o yang, que el extenso gris entre los extremos blanco y negro nos libera e iguala en la búsqueda de nuestros beneficios y derechos, que ver la realidad sin filtros ni caretas nos abre el camino a la búsqueda de nuestra felicidad.
Y es que la controversia libertad-igualdad inherente a nuestras democracias casi nació en la independencia de las 13 colonias británicas de Norte América que declaró en 1776 "... que todos los hombres eran creados iguales, que estaban dotados por su creador con ciertos Derechos inalienables, que entre éstos estaban la Vida, la Libertad y la búsqueda de la Felicidad.", anunciando así la revolución anti aristocracia que germinó en 1789 en la Francia que parchó con elegante simpleza nuevamente la controversia "Liberté-Égalité-Fraternité". La misma controversia que fue formalizada 159 años después en la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Todos los seres
humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de
razón y consciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.”.
¿Por qué es necesario examinar esta controversia inherente a nuestras democracias sin luchas tribales? porque la libertad de todas las personas (natural y jurídica) partiendo de condiciones desiguales (propiedad, posición social) genera mayor desigualdad y porque salvaguardar la igualdad de todas las personas genera la creación de controles sociales que recortan la libertad. La coexistencia de realidades e ideas sin monólogos de extremos es imprescindible para garantizar la supervivencia de nuestro mundo tal como lo conocemos.
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