03 junio 2012

Los pilares de la tierra

Rompí mi inveterada costumbre de muchos años de sólo leer novelas en su idioma original y me lancé a tragarme las setecientas y pico páginas en castellano que resultaron de la traducción española del libro más vendido de Ken Follett, Los Pilares de la Tierra, y no me arrepentí. Las hojas fueron pasando durante mis viajes diarios desde el pueblo de Chaclacayo, en la frontera más oriental de la gran Lima en camino hacia la humedad de los distritos de San Miguel y San Borja, pasando por el humeante centro de Lima. La novela a la que Follett dedicó tres años de su creatividad está repleta de información seductora de la vida en los tiempos oscuros de la edad media de la humanidad europea, tan llena de espiritualidad infundada por el miedo a achicharrarse por el resto de la eternidad. No hubo bache o curva cerrada de mis viajes que me hiciera dejar de lado cada uno de los datos sobre la vida familiar, religiosa y militar de las ciudades y pueblos de esa época que tiene bien ganado su apodo de oscura, como es natural que suceda si se anteponen dogmas creados por Papas rollizos y falibles a la razón que exuda la vida y su entorno. Hubieron momentos, sí, en los que el autor abusó en la descripción de los detalles de construcción de catedrales y castillos ingleses, igual me los comí como la parte sosa de la merienda.
Lo cierto es que, entre el mal uso del verbo desvelar que caracteriza a los españoles de las catalunyas y los hipos de redacción del traductor, el libro se las arregló para mantener un relato continuo y ameno, aunque demasiado largo para una película con impresionantes efectos visuales, con las clásicas escenas en cámara lenta con épicos chorros de sangre enmarcados en bucólicos paisajes de ensueño, y demasiado corto para una serie de más allá de ocho entregas, como lo es la serie inglesa que pude ver en la tele y que me llevó a conseguir la copia del libro en el parque principal de Chaclacayo. No se puede negar que los personajes están bien logrados, con sus grandes pasiones y pequeñas miserias, que los eventos tienen la cuota de crueldad y sexo que nuestra inclinación por lo obsceno exige, que el autor hizo su tarea de investigación histórica y geográfica del caso, y que los catalanes deberían dejar la traducción de textos al castellano, ficción o no, a nosotros los sudamericanos castizos. Rescato del libro la condición brutalmente humana de los personajes de la trama y su cercanía a la vida real que nos abrumaría hasta la depresión suicida si no existiera la posibilidad de crear historias que reflejen la mediocridad, ignorancia, tozudez, atrocidad, generosidad, inteligencia, tolerancia, y diligencia que, entre otros ingredientes, sazonan el cerebro y corazón de cada ejemplar del animal que llamamos humano. Si nuestra realidad nos grita a diario que es muy difícil torcer el camino de la humanidad hacia la montaraz trocha de lo justo y racional, siempre nos queda nuestra imaginación para crear utopías en las que nuestra sociedad homo sapiens sea realmente humana.

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