Me volví, entonces, con ansia de retorno a la casa de los abuelos del otro lado de mi laguna genética y sólo pude encontrar vestigios de lo que llamaron alguna vez lengua del pescador, el idioma de los Moche que treparon a los cerros que aún se ciñen al contoneo del Río Condebamba. Inútil. Ya nadie lo habla en todo el país, excepto por los lastimosos intentos de un par de académicos del INC que no logran nasalizar apropiadamente los sonidos guturales del lenguaje del Pakatnamú y los Chimú de Chan Chan. Tampoco yo podría hacerlo ahora que los años escolares yacen bajo cuatro décadas.
Envidié, con todo el verdor que permite mi jungla, a los paraguayos y su Guaraní vivito y coleando en boca de cada uno de sus hispano-hablantes. Pero quién soy yo, me dije tornando al rojo de la furia frustrada, para reclamar la conversación fluida de los abuelos que poblaron los lugares que marcan mis recuerdos, quién puedo ser yo para envidiar bilingües en otros lares que sí usan sus escuelas, qué puedo yo pedir si no sé recitar ni el alfabeto en Quechua ni conozco más allá de un tranco de chasqui el Qhapac Ñan, el camino inca que, ahora ruinoso, sigue cubriendo tercamente gran parte del territorio que llamo mi país.
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