5:30 pm: Termino una conferencia vespertina en el Distrito de San Miguel, en Lima, con la satisfacción de quien cumplió una misión, de quien plantó una semilla, de quien se despidió con un buen apretón de manos.
6:30 pm: Abordo y me instalo cómodamente en el asiento trasero de un transporte urbano que hace el recorrido Lima – Chaclacayo, rutinarios 23 kilómetros hacia el este de la capital peruana que debo recorrer para llegar a casa. Renuncié a conducir en el endemoniado tráfico de Lima hace un buen tiempo.
- Aló
- Hola, Juanjo, ¿dónde estás?
- Hola, Grimaldo ¿cómo va todo?
- ¿Dónde estás?
- En el centro, bien sentado en la van, me estoy yendo a casa.
- Bien. Yo estoy en Trujillo, en el bus, partiendo para Chiclayo.
- ¿Qué tal el clima por allá?
- Trujillo frío y Chiclayo seguro que está soleado. Te hago una apuesta.
- ??
- Te apuesto que llego a mi casa antes que tú a la tuya.
- …
- Que llego a mi casa en Chiclayo antes que tú en Chaclacayo. Ya estoy saliendo
de la estación.
- Escucha, yo estoy entrando a la Vía Expresa Grau. ¿Estás seguro que quieres
apostar? Son más de 200 kilómetros de Trujillo a Chiclayo.
- Claro. Te apuesto una botella de vino a que yo llego primero.
- Es una apuesta.
- Perfecto. Chao, voy a dormir las 2 horas de camino.
- Chao.
5:50 pm: Recorro la avenida Grau, la Vía Expresa Grau de 15 cuadras — casi 1 kilómetro— a una velocidad que me permite ver, con el detenimiento de un aprendiz de escritor, mujeres jóvenes que apenas caben en sus breves vestimentas negociando con parroquianos ataviados con el gris de la hora, mientras que algunos roedores de tamaño felino rastrean las bolsas de basura en búsqueda de alimento doméstico, sacando ventaja a la competencia de humanos recicladores de papel y plástico que deben cumplir su trabajo en horario nocturno.
6:15 pm: Termina el kilómetro de la Vía Expresa Grau y puedo avistar la Carretera Central, ya fuera del centro de la ciudad y en pos de los distritos más orientales de la Gran Lima, camino al centro del país. A partir de acá solo me quedan 22 kilómetros a mi destino, un recorrido promedio para una ciudad de 10 millones de habitantes como lo es Lima. Creo que ya tengo una botella de vino en la alforja, voy a pedir que sea de cepa Carménère.
6:40 pm: Paso por la zona de Yerbateros, a 5 cuadras —30 metros— del final de la Vía Expresa Grau, atento a cada evento por la emoción de la apuesta. Los vendedores ambulantes están terminando de cerrar sus puestos de madera y hule, aprestándose a cargar las verduras y forraje que quedaron sin vender en sus triciclos motorizados que casi cubren la carretera.
7:50 pm: Mi transporte lleva ya 30 minutos totalmente estático en el carril derecho a 3 metros del puente conocido como Santa Anita, puente sobre el que cruza la Vía de Evitamiento sobre la Carretera Central. Después de otear en la penumbra de la tenue luz de los postes de alumbrado público, y descifrar a medias lo anunciado a voz en cuello por la multitud de cobradores de miríadas de buses urbanos, llego a la conclusión que sólo con la ayuda de Santiago Matamoros podremos reanudar nuestro viaje mientras que 3 de los 4 carriles de la carretera permanezcan bloqueados. Puedo también colegir, por la actitud relajada de los transeúntes, que el espectáculo se repite cada noche en la carretera y sobre el doble puente que la cruza crepitante con otra legión de buses y sus propios ululantes cobradores y bocinas.
8:45 pm: Después de liberarnos del cepo vehicular, sin ayuda de Santiago ni de la policía de tránsito, y recorrer a paso de procesión un largo distrito con sólo 2 carriles por Carretera Central, mi transporte cruza raudo y triunfante el arco de metal que nos da la bienvenida al Distrito de Chaclacayo, señal que pronto estaré en casa.
- Aló.
- ¿Dónde estás? Escucho un motor y música chicha. Te gané, ya estoy en mi casa.
- …
- Te gané. Que sea Borgoña.
- … Click.
9:10 pm: El cielo está despejado y la luna me saluda luminosa en este extremo de Lima, libre de la sucia bruma que siempre cubre al resto de la capital peruana. Llego a casa con dos nuevas certezas en mi vida: que en Lima desperdicio diariamente de 4 a 5 horas en transporte y que nunca debo apostar a las carreras en el horroroso tráfico limeño. Lo peor es que tendré que pagar con un vino Borgoña, muy dulce, caray, muy dulce.
Publicado por Juanjo Fernández Torres en Entretanto Magazine.
Tal vez los lectores piensen que es simplemente una manera literaria de presentar el consabido tema del tráfico de Lima. Sin embargo, soy testigo de que esa apuesta realmente existió e hizo a alguien ganador no solo de una botella de vino dulce, muy dulce, sino de la posibilidad de reír a placer disfrutando la desgracia ajena...
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