
Pero hay viajes que equivalen a ir cuesta abajo de un precipicio, que te hacen odiar los sueños de felicidad que te pueden asaltar de regreso a casa, que hacen de cada respiración un acto de constricción por los que ya no disfrutarán de ese aire, que le dan a los susurros de tu oido derecho tonalidades del mas allá. Nada más duro que ir al velorio de un ser que no tuvo nada que confesar en su extrema unción, al velorio de alguien que no llegó a usar la razón para trazar un plan de vida que quebrar en el camino, al velorio de un niño que no llegó a sentir la tristeza en los ojos de su abuelo.
¿A dónde irán los que no tuvieron motivo ni tiempo para ser absueltos?. ¿A dónde irán si nunca pudieron creer sin cuestionar historia alguna?. Cómo saberlo si callamos en todos los libros un millón de veces escritos cuando se trata de buscar el paraíso de los muertos tempranos. Cómo encontrar la respuesta si la ausencia de un niño aturde y apaga cualquier intento de búsqueda. Cómo averiguarlo si la pregunta ¿por qué? crece hasta fundir al pensamiento con el alma.
Mientras, daré fe que los niños que se van viven en el sonido de la lluvia al caer sobre tierra cultivada, bailan en los aros que abre el agua al recibir a una piedra que se une a su lecho, respiran el aroma de la ropa recién secada al sol, corren sobre las hojas de los sauces que lloran quebradas ocultas a los ojos de los que aún deambulamos por este mundo que no los dejó crecer.