La cruzada contra la corrupción en el mundo, como toda cruzada,
siempre debe ser liderada por caballeros con espaldas suficientes
para llevar puestas brillantes y pesadas armaduras, plagadas de
nombres bañados en probidad de gremio empresarial y santidad
sodalicia. Caballeros del sector privado empresarial que no hayan
sido manchados por el virus estatal, aún en la acepción más
neoliberal de la palabra. Y es que las cruzadas contra la corrupción
no pueden bajar al llano llamándose luchas contra la corrupción
porque podrían caer en manos de gente honesta que, en su inocente
honestidad, podrían encontrar, por alguna sorpresa de la vida, algún
camino transitado por dineros mal habidos que alimentan a la sociedad
de las revistas de papel couché. No. Ni hablar.
Entonces imaginemos que existe un país, hipotético él, en franco
proceso de crecimiento latinoamericano gracias a su producción
primaria de insumos, consumo crediticio doméstico y retorno de
divisas por exportaciones de medicinas no oficiales. Sin duda, en ese
nuestro país imaginario todos tienen confianza ciega y seguridad
democrática que la Cruzada contra la Corrupción versión Odebrecht
está siendo liderada por quienes brindaron años de servicio a
empresas sistemáticamente evasoras de impuestos, administraron
paquetes para eludir pagos al fisco, ejecutaron operaciones
financieras de sospechosa complejidad, autorizaron auditorías a
pedido del cliente, apoyaron la creación de leyes que inutilizaron
a instituciones reguladoras, influyeron a favor de leyes que
formalizarían mineros anti ecológicos, y otras perlas por el
estilo. Sin lugar a dudas la institución oficial de defensa de la
ética nacional está en manos de uno de aquellos caballeros de
brillante armadura. Pero que quede claro, todo los actos de los
caballeros cruzados siempre recaen en lo legal, o bien cerca al
menos. Al César lo que es del César.
Como imaginar no cuesta, ese nuestro imaginario país se da incluso
el lujo de exportar caballeros cruzados contra la corrupción a las
más transparentes instituciones defensoras de la ética del mundo.
El mérito más reconocido de una de esas instituciones privadas,
íntegra y libertaria, es publicar encuestas en las que grupos de
jefes de empresas de cada país, incluyendo nuestro país imaginado,
opinan sobre los niveles de corrupción que dicen ver a ojo de buen
cubero. Así, los mismos fulanos que dirigen empresas que evaden y
eluden impuestos y pasean dinero por múltiples cuentas en bancos
isleño-caribeño-latino-americanos tienen al mundo como audiencia
cautiva de sus cálculos. Los mismos que logran licitaciones a base
de coimas, los que contratan empresas auditoras que te firman
cualquier libro si pagas la factura, serían quienes dictan los
porcentajes de corrupción por país. Y, siempre imaginando, la
pundonorosa institución internacional, guerrera incansable por lo
decente, no realiza actividad práctica alguna que ayude a meter
detrás de las rejas a sus perseguidos, informar lo que le dicen que
informe ya es tarea monumental.
Sin embargo, en nuestro país hipotético, la filial de la
transparente institución anti corrupción y la institución privada
paralela que vela oficialmente por la buena salud de la ética
nacional sí tienen propuestas prácticas que vienen llevando a cabo:
(1) proponen se legisle una ley, redactada por ellos, que volverá a
penar los delitos ya legislados de corrupción. ¿Por qué volver a
legislar lo ya legislado? Para que estén bien claros los castigos,
por supuesto, ni en un país imaginario podríamos imaginar que
delitos de corrupción recientes pudieran ser perdonados por
caducidad de leyes. Y aquí la propuesta (2), en axiomático
apostolado por la ética nacional, propone aplicar inmisericordes
sanciones sociales a los empresarios corruptos; sanciones sociales
que consisten en no invitarlos a vuestros gremios, no invitarlos a
vuestras reuniones, no aceptarles sus donaciones a cuenta del fisco.
En suma, hacerles bullying. En nuestro país de fantasía estas
sanciones sociales pesarán más que condenas a cárcel efectiva para
erradicar la ola Odebrecht de odiosa corrupción que está frenando a
nuestro imaginario aparato productivo. Para qué molestarnos en
juzgarlos si podemos aplicarles crueles y ejemplares sanciones en
nuestros círculos sociales.
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