Me detuve un rato en el dintel de la tienda de una esquina de la plaza del pueblo aferrando una botella de tinto y respiré el aire de la noche cerreña que nunca podré llevar a la orilla del mar. Fuí en busca de una cachanga de ésas que hacen por estas alturas de la sierra y tropecé con un perro que cagaba en el frontis de la iglesia grande de este valle sagrado de los Incas; y es que acá los perros viven libres sin necesidad de ladrarle a un mundo hostil. Mientras cavilaba sobre mi viernes adormilado bajo la chirapa otoñal, escuché que ya había una ley que dejaría a los peruanos jubilarse mucho antes que sus pantalones se mojen sin aviso.
Después de responder unos pocos
saludos lejanos de cumpleaños en las redes virtuales, libé lo último del día entre
mis cuatro paredes con mis shapingos más íntimos. Brindé con la respiración olvidada a su albedrío, con el
sudor más diestro de la mañana soleada, con la siempre postergada
comezón de los sueños. Solo ellos
estuvieron conmigo el día de los cincuenta y cinco después de las cinco, el día que pasé gritando en silencio, ¡dónde carajo están todos!
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