11 septiembre 2021

El Estado de derecho torcido

 Quienes han tenido parte activa en el rediseño de las leyes electorales de este país saben que sus compatriotas, además de votar, no podemos exigirles cuentas claras. Menos podemos participar en el debate de la legislación y la sana administración del Estado. Todo un ejemplo de democracia fallida en lo intrínseco y lo nominal.

     Saben también esos falsos demócratas —desde hace, por lo menos, tres décadas— que han colaborado, entre gallos y medias noches, en retorcer las leyes penales y civiles hasta el punto que las «faenas» financieras y oligopólicas —hasta hace poco delitos e inmoralidades para las cortes y la decencia— sean ahora legales y admirables. Más aún, so pretexto de favorecer a un utópico libre mercado (tan utópico como el pleno socialismo estatal), nos han enterrado en el lodo del obsoleto mercantilismo de unos cuantos; y han favorecido al mercado libre de las actividades criminales, de cuello blanco y sucio, que son ya endemia territorial y gremial en esta república y tantas otras de la región.

     Saben que les costó tiempo y dinero lograr oscurecer legalmente la actividad empresarial en el país (entrampando con ello al «mercado» que dicen defender), y éso precisamente les lleva a oponerse a cualquier insinuación de reforma constitucional, por más bienintencionada que ésta pueda ser. Claro, al ser una constitución la norma fundamental y suprema que sienta las bases y estructuras del Estado de derecho de un país, imponer de jure y de facto la del año 1993 en el Perú era una necesidad de la última dictadura. Necesitaban legalizar casi todo lo opuesto a los derechos humanos y garantías constitucionales que todos los colectivos sociales del país deberían tener, a fin de perpetuar sus elecciones fraudulentas (recordemos la «interpretación auténtica» re-eleccionaria del Fujimori noventero) y su modos ventajosos de hacer empresa. Suponen los seudo políticos que defienden un estado de derecho que no requiere mejoras ni modernizaciones, creen que deben cerrar filas tras la conservación a rajatabla de la constitución política del Perú dictatorial de los 90. Olvidan, o quieren olvidar, que esa constitución fue redactada por asambleístas-legisladores elegidos con reglas electorales amañadas a la mayor conveniencia del dictador de entonces, ahora en la cárcel.

     Dicen ellos, abanderados de la patria —con parcial razón, hay que admitirlo—, que las asambleas constituyentes son elegidas por dictaduras. Casi siempre ha sido cierto. Sin embargo, antes de la constitución del 93, las dictaduras que se aburrían de ejercer el poder de facto tenían el camino de llamar a una nueva asamblea constituyente (llevamos haciendo ya una docena de constituciones, y contando) para que, de pasada, les celebren el espíritu democrático. Pero esas dictaduras no necesitaban maquillar la legislación que los favorecía, porque ellas mismas legislaban con decretos autocráticos, porque eran autócratas, dictadores, y no se corrían. Así las cosas, los asambleístas constituyentes elegidos sólo se dedicaban a una tarea: redactar una nueva constitución. Pues bien, eso no sucedió en el congreso constituyente del dictador Alberto Fujimori (que no se aburrió del poder, qué va), pues les dio a sus asambleístas la doble tarea de legislar y redactar una carta magna a la vez. Tremendo arroz con mango que, con tiempo y egoísmo, produciría el menjunje de leyes que ahora dizque nos gobierna en libertad y equidad.

     Pero hay un pequeño gran detalle que los patriotas del 93 quieren que dejemos pasar: la Constitución Política del Perú de 1979 —producto de un Congreso Constituyente elegido en ancha base política para sus tiempos— dispone en su parte final:

«Esta Constitución no pierde su vigencia ni deja de observarse por acto de fuerza o cuando fuere derogada por cualquier otro medio distinto del que ella misma dispone. En estas eventualidades todo ciudadano investido o no de autoridad tiene el deber de colaborar en el restablecimiento de su efectiva vigencia.

Son juzgados, según esta misma Constitución y las leyes expedidas en conformidad con ella, los que aparecen responsables de los hechos señalados en la primera parte del párrafo anterior.

Asimismo,los principales funcionarios de los gobiernos que se organicen subsecuentemente si no han contribuido a restablecer el imperio de esta Constitución.

El Congreso puede decretar, mediante acuerdo aprobado por la mayoría absoluta de sus miembros, la incautación de todo o de parte de los bienes de esas mismas personas y de quienes se hayan enriquecido al amparo de la usurpación para resarcir a la República de los perjuicios que se les haya causado.»

     Es una verdad histórica que la «constitución» de 1993 se impuso por acto de fuerza, e hizo acto de derogatoria de la Constitución vigente en ese momento por intermedio de un referéndum no constitucional (el del 31 de octubre de 1993), al no estar éste contemplado en el Título de Reforma de la Constitución de 1979 (otra vez, vigente al momento del referéndum inventado):

«Toda reforma constitucional debe ser aprobada en una primera legislatura ordinaria y ratificada en otra primera legislatura ordinaria consecutiva.

El proyecto correspondiente no es susceptible de observación por el Poder Ejecutivo.

La aprobación y la ratificación requieren la mayoría de los votos del numero legal de miembros de cada una de las Cámaras.

La iniciativa corresponde al Presidente de la República, con aprobación del Consejo de Ministros; a los Senadores y Diputados; a la Corte Suprema, por acuerdo de Sala Plena, en materia Judicial; y a cincuenta mil ciudadanos con firmas comprobadas por el Jurado Nacional de Elecciones.»

      Así es, el dictador Alberto Fujimori y sus entusiastas colaboradores tienen pendiente un juicio (uno más), con previa incautación de sus cuantiosos bienes (la plata robada es un bien dinerario, sépase), por los perjuicios causados a la república democrática que quebraron el 5 de abril de 1992. Y la constitución inválida, espúrea, nula, que produjo esa dictadura debe ir adonde le correspondió desde un inicio: el bote de la basura (el azul, el de cartones y papeles reciclables). Cúmplase por mandato imperativo de la ley de leyes realmente vigente en el Perú.

      Una vez reciclado el papel manchado por la «constitución» del 93, y recuperado el enriquecimiento ilícito de sus escribientes, toca abocarse con urgencia a las reformas constitucionales que nuestra Constitución Política de 1979 requiere. Personalmente, tengo una propuesta de iniciativa de reforma constitucional que declare la muerte política, permanente y perenne, a quienes hayan obtenido (y obtengan) beneficio personal o grupal de puestos gubernamentales ejecutivos, legislativos y/o judiciales. Y ya que estamos en éso, mejor empecemos por recolectar firmas para otra iniciativa que declare la mudez, obligatoria y persistente, a quienes sigan charlataneando en prensa y redes sociales sobre patrias imaginarias y mundos bíblicos redivivos. Per sécula seculórum, amén.

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