Para seguir la tradición, el Ejecutivo peruano vuelve a estar atado de pies y manos —de pies por su propia torpeza, y de manos por los poderes fácticos y mediáticos de siempre—. Como resultado, el piloto automático vuelve a agarrar la caña en la conducción administrativa y económica del país. Que los dioses nos pesquen confesados a quienes nos ha tocado vivir hoy los efectos (esperemos) postreros —y destructivos— de las políticas de capitalismo neoliberal. Y es que en piloto automático los ministerios dedican el tiempo a prometer e instalar Mesas de Trabajo con cualesquier grupo que anuncie reclamo, huelga, paro, toma, saqueo. En piloto automático el presidente de turno visita pueblos que quieran mostrarle —en ceremonias oficiosas— las necesidades que hace rato están registradas en los pendientes estatales, que no los solucionará mientras la constitución vigente no deje competir empresarialmente al Estado.
Por su lado, el Legislativo continúa con su piloto lobista al timón, siguiendo a rajatabla los preceptos del capitalismo corporativo en su más moderna versión de Economía Parasitaria. Ahí va, por ejemplo, el Congreso impulsando un proyecto de ley que trama ampliar los contratos de explotación de petróleo otorgados a empresas privadas de 30 a 40 años, diez más de un plumazo. Muy conveniente, justo cuando la cuasi fenecida Refinería de Talara vuelve a dar señales de vida repotenciada. Sin estudios, sin racionalidad económica, el Congreso condenaría a Petroperú —la empresa estatal dueña de la Refinería de Talara— a perder los lotes petroleros con los que planea proveer al costo el crudo que necesitará muy pronto su refinería. El Legislativo le regalaría al oligopolio del petroleo las ventas aseguradas del insumo de las gasolinas que saldrán de Talara per sécula seculorum, o mientras tenga patente de parásito.
Amén de la larga cadena de reformas necesarias que el Congreso ha tumbado sistemáticamente en lo tributario, electoral, laboral, y puntos suspensivos. El credo en boga de la economía parasitaria podría llevarnos, en gradualidad silenciosa, a alguna aventura revolucionaria que busque reemplazar lo que el statu quo no puede ni quiere reformar a tiempo. Tal como le pasó a los parasitismos erradicados por la primera revolución industrial en Inglaterra, por la revolución burguesa en Francia, por la revolución bolchevique en el zarismo. Esas revoluciones, y otras, deberían advertirnos de los peligros de la inercia de quietud que nos anquilosa.
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