En un Estado fallido promedio se tiende a creer, entre otras rarezas, que las elecciones son fiestas auténticamente democráticas. Pues en nuestro Estado fallido 2.0, la venidera elección municipal y regional del próximo octubre será tan festiva como las últimas dos vueltas electorales nacionales. Se asume que no habrá fraude electoral, pero sí será una nueva ocasión para que los creyentes en el cacareado Estado de Derecho puedan volver a auto engañarse.
Volverán a engañarse acerca de la autenticidad democrática del proceso eleccionario, de la veracidad de los candidatos que lideren las listas entre las que hay que elegir, de la credibilidad de los partidos electorales que se disputarán los votos. Pero (espero) la mayoría sabrá que nuevamente obligarán a todos a votar en una nueva pantomima legalizada que ningún político quiere reformar para bien.
La distopía electoral hará marchar a las urnas a creyentes e inteligentes por igual. Los unos irán eufóricos y los otros frustrados. Que el proceso se hará conforme a las leyes electorales vigentes, nos dirán los distópicos. Tendrán razón. Y es que el problema está precisamente en esas leyes electorales vigentes. Esas leyes que empezaron a ser confeccionadas a conveniencia desde el autogolpe de 1992, hasta producir las actuales parrafadas que sólo favorecen a los politiqueros forrados de dineros sospechosos; esas mismas reglas electorales que sacan temprano de contienda a cualquiera que crea que con la honestidad basta para lanzar una candidatura, o que no hay que dejarse una fortuna en la campaña.
Los habitantes de la distopía democrática agregarán con altivez que un empresario lo hará mejor en la alcaldía o gobernación. Según ellos el empresariado siempre hará mejores alcaldes, grandes gobernadores, supremos presidentes, inmejorables congresistas. No se han molestado en buscar la definición de «empresario» que, parafraseando a la RAE, no es más que un buen concesionario, contratista, patrono, propietario de empresa.
Tampoco han reparado en que el empresario-político inició un negocio, pero casi nunca lo gerenció éticamente en competencia justa. Ejemplos de la incompetencia empresarial para gobernar con voluntad de servicio sobran en la sempiterna distorsión oligopólica del libre mercado que tuerce la competencia hacia los molinos de los mejores titiriteros de funcionarios con bolsillos hondos.
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